Así como la vida de Evita ha sido objeto de la más variada literatura cinematográfica, el tortuoso periplo de su cadáver dio origen, también, a una numerosa cantidad de cuentos, novelas e investigaciones. Desde el magnífico relato de Rodolfo Walsh, Esa Mujer, hasta Santa Evita, la novela más difundida de Tomas Eloy Martínez, la increíble historia del secuestro del cuerpo de Eva Perón no ha dejado de suscitar el asombrado interés de generaciones de autores y lectores. Este caso ilustra de manera cabal los sombríos cruces entre política, sexo y terror, términos éstos que se resumen en una sola y aciaga palabra: Necrofilia.
Evita murió el 26 de julio de 1952 a los 33 años. Luego de las exequias más conmovedoras y multitudinarias de nuestra historia, de las que participaron más de dos millones de personas, el cadáver de Evita fue embalsamado por el patólogo español Pedro Ara. El complejo trabajo de taxidermia duró cerca de un año y costó más de cien mil pesos de la época. El resultado fue asombroso: el cuerpo de Eva Perón conservaba la expresión y la lozanía de sus mejores épocas, antes de que la enfermedad le arrebatara aquella frescura de sus primeras películas.
Si en vida Evita había despertado las más encendidas pasiones de amor y de odio, a su muerte se convirtió en objeto de culto por vastos sectores populares y en una suerte de fetiche maldito para sus detractores. Su cadáver, que descansaba en la sede de la CGT, se transformó en una reliquia equivalente a la que se disputaban cristianos y moros durante las cruzadas. En las postrimerías del segundo mandato de Perón se desató una verdadera explosión iconográfica: no había institución pública que no tuviera alguna imagen de Evita y se encargaron varios proyectos para construir monumentos y altares para recordarla. Sin embargo, al producirse el golpe sobrevino una suerte de movimiento iconoclasta que barrió con toda la imaginería peronista. Y, desde luego, no iba a escapar a esta furia el más preciado de los íconos del peronismo: uno de los primeros trofeos de la Dictadura habría de ser, precisamente, el cuerpo de Evita.
Igual que las tropas cruzadas cuando atacaban una ciudad enemiga, los militares de la llamada Revolución Libertadora profanaron y saquearon los lugares sagrados del pueblo: exhibieron las joyas de Evita como un trofeo, expropiaron colecciones de Perón, como jefes cruzados que se paseaban sobre el caballo preferido del sultán decapitado y mostraron el harén donde él “tirano prófugo” mantenía sus supuestas orgias con las estudiantes de la UES. Sin embargo, estas acciones “liberadoras” no solo no conseguía que el pueblo no olvidara a Perón, sino, al contrario el culto fervoroso a Evita, muerta a la edad bíblica de 33 años, se hacía cada vez más profundo y místico. El General Lonardi, primer Presidente De Facto de la Libertadora, decidió que para suprimir de la memoria popular la figura de Evita, era necesario destruir su cadáver. Sin embargo, antes que pudiera ejecutar tan magnánimo plan, Lonardi fue destronado y sustituido por Pedro Eugenio Aramburu.
El cuerpo embalsamado de Evita permanecía en la Sala 63 de la Confederación General del Trabajo. La noche del 22 de noviembre de 1955 un grupo de asalto a cargo del Coronel Carlos Moori-Koenig, un rabioso antiperonista, a la sazón Jefe del Servicio de Informaciones del Ejercito (SIE) irrumpió en la sede de los trabajadores. Cuando el Comando ingresó en el recinto derribando la puerta a patadas, se llevó una enorme sorpresa: junto al cuerpo, mirado embelesado su propia obra, el Dr. Ara estaba prodigándole cuidados a Evita como un peregrino que dejara ofrendas a los pies de la imagen de una virgen. Finalmente, después de un intenso forcejeo, cuando el comando fúnebre consiguió hacerse del cuerpo, el jefe del operativo ordenó que pusieran a Evita en un cajón ordinario y lo cargaran en el camión del ejército que esperaba en la calle con el motor encendido. Finalmente, el coronel Moori-Koenig huyó a toda velocidad con su carga mortuoria.
La desaparición del cadáver de Evita no tardó en trascender a los medios de comunicación. Frente a la indignación popular y las manifestaciones espontáneas en muchas ciudades del país, la dictadura apeló a su recurso más frecuente: la mentira y la difamación. ¿Quién podría ser el culpable del secuestro del cuerpo sino el propio Perón?.
Moori-Koenig había recibido una orden muy precisa por parte del mismísimo General Aramburu: “Hagan desaparecer el cuerpo de esa mujer”. Sin embargo, el Coronel, segado por una mezcla de odio y fascinación y una enfermiza atracción necrofílica, decidió guardar el cadáver de Evita en la casa del Mayor Antonio Arandia, su mano derecha. Además de las diferencias políticas, Moori-Koenig sentía por Perón un odio personal originado en cierto entredicho que culminó con una humillación proferida por el General a su subordinado delante de varios Oficiales. El Coronel juró vengarse. Y entonces, teniendo en su poder al más preciado trofeo del peronismo, haría tronar un sordo e íntimo escarmiento en el cadáver de la esposa de su archienemigo. Entonces, el Coronel vengó la ofensa de Perón vejando el cuerpo inerte de la esposa del General una y otra vez. Moori-Koenig le encomendó a su colaborador Antonio Arandia, que cuidara el cuerpo con su propia sangre. Y así lo hizo. Obsesionado con la idea de que miembros de la resistencia peronista entraran en su casa para recuperar el cadáver, el Mayor dormía con un arma debajo de la almohada. Cuando no padecía de insomnio, descansaba con un sueño leve y solía despertarse aterrado en la mitad de la noche.
Una madrugada, Arandia escuchó pasos; tuvo la certeza de que alguien lo estaba acechando. Haciéndose el dormido apretó el revolver debajo de la almohada, miró por el rabillo del ojo y vio una figura que se deslizaba dentro de su cuarto, en cuyo ropero ocultaba el cadáver, no dudó un segundo: en un mismo movimiento se incorporó y descargó el contenido del tambor en el voluminoso abdomen de la persona que acababa de pasar por debajo del vano de la puerta del baño. Saltó de la cama como un resorte y fue a ver la identidad de quien yacía sobre un charco de sangre. Con espanto, descubrió que acababa de matar a su esposa, que estaba muy cerca de parir.
Sin importarle demasiado la tragedia de su mano derecha, Moori-Koenig decidió que nadie más que él podía cuidar el cuerpo de Evita. Después de ocultar el cadáver en las bambalinas del cine teatro Rialto primero y en el edificio de Obras Sanitarias después, el Coronel resolvió llevarse el cadáver a su propio despacho en el cuarto piso del edificio de la SIE, en la esquina de Avenida Callao y Viamonte. Para disimular el ataúd, el Jefe del Servicio de Inteligencia mandó a fabricar un original sarcófago: se trataba de un maletón de herramientas con un rótulo que rezaba “equipo de radio” apilado junto con otros baúles iguales. En esta oscura oficina permaneció Evita, hasta que Moori-Koenig fue removido de su cargo. Cuando su sucesor, el Coronel Héctor Cabanillas, ocupó el despacho se encargó personalmente de hacer un inventario de la oficina. Es de imaginarse la expresión del flamante Jefe del Servicio de Informaciones al abrir el baúl y descubrir el cadáver de Eva Perón.
A partir de ese momento, el cuerpo inició un nuevo e intrincado periplo: primero fue embarcado con rumbo a Bruselas, más tarde trasladado a Vonn y escondido en el sótano de la Embajada Argentina sin que el mismísimo Embajador lo supiera. En 1956 un agente del Servicio Secreto de Aramburu pergenio una idea tan ingeniosa como macabra: aprovechando la muerte de una ignota ciudadana italiana en la Argentina, una tal María Maggi, el Ejercito hizo desaparecer el cuerpo de la mujer y lo reemplazaron por el de Evita para darle sepultura en Milán. Por increíble que pudiera parecer, Eva Perón fue enterrada en el cementerio de Mussoco bajo el nombre de María Maggi. Allí, en la Parcela Nro. 86 permaneció durante 15 años sin que nadie sospechara quien era la verdadera moradora.
El 2 de setiembre de 1971 el hermano de María Maggi, Carlos, se presentó ante las autoridades del cementerio para solicitar la exhumación del cadáver de su pariente: explicó que él vivía en España y que, por razones sentimentales, quería que su hermana descansara cerca de él. El anciano finalmente consiguió la autorización para sacar el cuerpo de Italia en un coche fúnebre con destino a Madrid. Al día siguiente el cadáver llegó a España. Sin embargo el auto no se dirigió al cementerio sino a una residencia en cuya puerta esperaba ansioso un hombre corpulento y elegantemente vestido. Cuando vio llegar el coche fúnebre corrió a su encuentro y lo hizo entrar en el garaje. Finalmente, el féretro fue llevado al centro del amplio living y allí se produjo una ceremonia íntima y secreta. El hermano de María Maggi abrió el féretro con una barreta, levantó la tapa y, sin mirar el cadáver, se apartó y salió del salón. Entonces el dueño de casa se inclinó sobre el cuerpo y no pudo evitar un llanto contenido durante años. El hombre que sollozaba mientras acariciaba el pelo de Evita era Juan Domingo Perón. Él ya era un hombre viejo, abatido por el exilio forzado y la ignominia; ella, en cambio estaba igual, conservaba la misma expresión fresca y juvenil de una muchacha de 33 años.
El hombre que había trasladado el cuerpo desde Milán a Madrid, el supuesto hermano de María Maggi era, en realidad, Héctor Cabanillas, el Jefe de la Secretaría de Inteligencia que acababa de cumplir su última misión encargada por el Dictador Alejandro AgustínLanusse después de una larga negociación para acordar los términos del retorno de Perón a la Argentina.
Juan Perón regresó al país en 1972, pero ante la convulsionada situación política decidió que el cuerpo de Evita quedara en España. A la muerte su última esposa, Isabel Martínez, asumió la presidencia y el 1974 dispuso el traslado de Evita a la Argentina. El cuerpo embalsamado de la abanderada de los humildes conservaba no solo el aspecto que tenía en 1952: también estaba intacta la devoción popular. De hecho, una multitud agolpada en la vera de la ruta que unía Ezeiza con la Capital arrojaba flores al cortejo fúnebre. Finalmente, el cuerpo de Evita y el féretro de Perón fueron exhibidos juntos en una Capilla Ardiente en la Quinta Presidencial de Olivos. Si el cadáver de Evita fue objeto de una sucesión de abyectos actos de necrofilia por parte de sus distintos captores, José López Rega, el funesto secretario privado, primero de Perón y luego de su viuda, iba a someterlo a una nueva profanación. Entregados a oscuras practicas espiritistas, López Rega –apodado el brujo- e Isabel Martínez protagonizaban ceremonias mortuorias junto a los cuerpos de Perón y Evita para que el espíritu de la amada segunda esposa de Perón propagara su influjo en el de Isabelita.
Obstinados en negar la paz al cadáver, los militares que derrocaron a Isabel Martínez de Perón volvieron a hacerse del cuerpo y lo trasladaron a un depósito. Una vez más la nueva dictadura se aferró a la supersticiosa idea de que si alejaban su cadáver conseguirían alejar a Evita de la memoria popular. Luego de varias deliberaciones, en octubre de 1976, los jerarcas de la dictadura militar decidieron entregar el cuerpo a la familia Duarte, que tomó la precaución de construir una suerte de bunker funerario de concreto y acero enterrado a cinco metros del suelo del cementerio de la Recoleta para que nadie volviera a interrumpir el merecido descanso de Evita.
Párrafos extraídos del libro “ Pecadores y Pecadoras” – Federico Andahazi