La historia se remonta al siglo XVII, cuando un hacendado portugués llamado Antonio Farías de Sá, residente en la ciudad de Córdoba encargó a un amigo de Brasil una imagen de la Virgen María. No podía saber que de su pedido iba a surgir la patrona de los argentinos. Su intención era exponerla en una capilla que formaba parte de una estancia suya en Sumampa, en la actual provincia de Santiago del Estero.
La imagen solicitada llegó al puerto de Buenos Aires en marzo de 1630, clasificada y acondicionada en un cajón. Desde allí inició su camino al destino final en una carreta tirada por bueyes. Sin embargo, según se lee en el libro “De la frontera a la Villa de Luján – Los comienzos de la gran Basílica” del padre Juan Guillermo Durán, la carreta quedó parada al llegar al paraje denominado «Árbol solo», a orillas del río Luján, en la actual provincia de Buenos Aires.
Creyendo que se trataba de un problema del peso de la carga, quienes manejaban la carreta quitaron varios bultos, pero los bueyes no se movían. No había modo, cada esfuerzo era inútil. Hasta que bajaron la caja que contenía la imagen de la Virgen. Para su asombro, los animales sólo se movían para seguir viaje si la virgen quedaba en ese lugar.
Esto fue interpretado como una señal de que debía quedarse allí, y allí la dejaron. Entendieron que la Inmaculada Concepción no quería irse de ese lugar, lo interpretaron como un designio divino.
La escultura mide tan sólo 38 centímetros y está realizada en terracota (arcilla cocida). En 1763 se inauguró el primer santuario, pero la celebración anual corresponde al 8 de mayo de 1887 cuando el Papa León XIII celebró la coronación canónica de la imagen, con la asistencia de altos dignatarios de la Iglesia Romana y del Cabildo Eclesiástico Metropolitano.
Por Miguel Ángel Martínez