Adolf Galland, el as que derribó 104 aviones enemigos durante la Segunda Guerra Mundial, fue derribado el 26 de abril de 1945 mientras interceptaba media docena de B-26 Marauder.
Adolf Galland fue el as de ases de la ‘Luftwaffe’. Los datos hablan por sí mismos: en las 705 misiones de combate en las que participó, derribó un total de 104 aviones enemigos; todos ellos en el frente occidental. El alemán se cobró 53 Spitfire; 31 Hurricane; un P-38; un B-24 Liberator; 3 B-17 y 4 B-26 Marauder. Casi nada. Pero hasta los más versados pilotos pueden cometer errores; y él no fue menos. En 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, un fallo durante una ‘pelea de perros’ (combate en los cielos) colaboró en que fuera alcanzado por un caza aliado. Aunque sobrevivió, fue su último enfrentamiento.
Cara a cara
Galland luchó su última ‘pelea de perros’ el 26 de abril de 1945. Así lo confirma el historiador Robert Forsyth en su ensayo histórico, ‘Me 262 Northwest Europe 1944–45’, donde especifica que el genio de los cazas despegó con su unidad a las once y media de la mañana desde el aeródromo de Riem. En esta región de Múnich alzaron el vuelo dos docenas de aparatos pertenecientes al ‘Jagdverband 44’ (JV 44). Aquello no era moco de pavo. «Este escuadrón había ido formado en marzo y se había convertido en la unidad más extraordinaria formada en la historia de la aviación hasta hoy en día», explica Felipe Botaya en ‘Operación Hagen’.
No le falta razón. Galland llevaba desde febrero en busca y captura de los mejores pilotos que rondaran todavía por el renqueante Tercer Reich. Y había reclutado desde oficiales renegados hasta aviadores válidos, pero que habían pasado la última parte de la Segunda Guerra Mundial en hospitales aquejados de ansiedad. «Al saber de la nueva unidad de Galland, muchos quisieron enrolarse; otros, literalmente, se escaparon de sus escuadrones respectivos, y sin ninguna orden de transferencia se enrolaron», añade el autor español. Y doce de ellos partieron con una misión clara aquel 26 de abril: interceptar los B-26 Marauder aliados que se dirigían a la base de Lechfeld y el depósito de municiones de Schrobenhausen.
Galland tenía claro que ni toda la experiencia atesorada a lo largo de la Segunda Guerra Mundial les serviría para vencer una guerra que ya estaba perdida. Su única esperanza, como desveló en un discurso a sus pilotos, era ganar alguna batalla y retrasar el avance aliado en lo posible. Morir mantando. «Desde el punto de vista militar la guerra está perdida. Nuestra acción aquí no puede cambiar nada… Yo continuaré luchando, porque el combate me tiene atrapado, porque me siento orgulloso de formar parte de los últimos pilotos de caza de la ‘Luftwaffe’… Solo los que sientan lo mismo que yo deben seguir volando conmigo», inquirió.
A su favor tenía los flamantes Me-262 recién salidos de las fábricas germanas de Messerschmitt, los primeros cazas a reacción que entraron en activo en el conflicto. Estos revolucionarios aparatos alcanzaban una velocidad nunca vista hasta entonces, 850 kilómetros por hora, un 25% más veloz que sus contrarios norteamericanos. En su momento, Galland lo cubrió de loas:
«El avión 262 es un gran éxito. Nos va a proporcionar una increíble ventaja en la guerra aérea, siempre que el enemigo siga utilizando el motor a pistón. La aeronavegabilidad me ha producido la mejor impresión. Los motores son totalmente convincentes, excepto en el despegue y en el aterrizaje. Este avión abre las puertas a posibilidades tácticas totalmente nuevas».
A su vez, Galland y sus colegas recibieron poco antes de partir una nueva arma secreta ~evolución, vaya– idónea para segar aparatos enemigos en el aire. Tal y como explica Philip Kaplan en ‘Ases de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial’, eran «unos dispositivos portacohetes situados bajo las alas capaces de contener veinticuatro cohetes R4M de cinco centímetros». Cada uno de ellos podía derribar un bombardero pesado y permitían la piloto permanecer fuera del alcance del fuego enemigo. «Apuntando bien, si se disparaban todos los cohetes al mismo tiempo, teóricamente podían hacer blanco en varios bombarderos», completa el experto anglosajón en su obra.
A cambio, los alemanes solían enfrentarse en los cielos a los populares P-47 Thunderbolt. El historiador y periodista Jesús Hernández, autor una infinidad de ensayos históricos sobre el conflicto como ‘Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial’, explica a ABC que este aparato «ofrecía un gran rendimiento en todo tipo de acciones» a pesar ser algo antiguo. «Los pilotos experimentos hacían incluso ataques a tierra contra tanques y camiones, y eran requeridos para destruir puentes, muy difíciles de acertar con las técnicas de bombardeo habituales», explica a este diario. En las ‘peleas de perros’ daba todavía la talla gracias a que era de los más veloces en lanzarse en picado.
La realidad, no obstante, es que los Me-262 eran enemigos demasiado modernos y raudos para estos cazas diseñados en los años treinta y lanzados a los cielos en 1941. «Hay que reconocer que el P-47 no destacaba en nada en particular, salía perdiendo en los duelos aéreos con la ‘Luftwaffe’, y carecía de la mística que acompañaba a otros aparatos norteamericanos como el P-51 Mustang o la Fortaleza Volante B-17, pero la realidad es que se utilizó con profusión a lo largo de toda la guerra debido a su dureza y versatilidad, y acabaría integrando la fuerza aérea de 24 países, así que creo que este aparato merece un reconocimiento», sentencia Jesús Hernández.
Batalla a muerte
El 26 de abril resonaron tambores de guerra con nubes dispersas y poca visibilidad. El ‘Jagdverband 44’ partió con la idea de derribar media docena de B-26 Marauder; y Galland fue el primero en divisarlos. Los alemanes lo tenían todo a su favor, menos la experiencia. Las pocas misiones a lomos de estos aviones les provocaron severos problemas a la hora de evaluar la velocidad de aproximación a los pesados y lentos bombarderos. Para colmo, a pesar de ubicarse a la distancia de seguridad recomendada, los disparos defensivos lanzados desde aquellas fortalezas voladoras alcanzaban a sus chicos. Muy mal asunto.
Por si no había ya bastantes problemas, el as cometió un error de novato en el momento de atacar. «Al principio, con la excitación, olvidó abrir el dispositivo de seguridad de los cohetes. Cuando estaba en perfecta posición de tiro, Galland presionó el botón, pero los cohetes no se dispararon», explica Kaplan. Aunque tuvo que acercarse un poco más, los cañones si funcionaron. ‘Tac, tac, tac, tac, tac’. Uno de los Marauder de la formación estalló envuelto en llamas. En su caída, además, golpeó a uno de sus colegas y le provocó daños severos. Pero Galland, a cambio, recibió varios disparos en su Me-262 que le dañaron un motor y generaron una espesa nube de humo.
Y de ahí, al desastre. Galland no vio como, de la nada, un P-47 descendió para proteger los Marauder. Su Me-262 era una señal de humo volante. Las balas surcaron el cielo. Tras el fuego, la cabina y el tablero de instrumentos saltaron en pedazos; la rodilla derecha quedó muy dolorida. ¿Habría cambiado algo haber hecho fuego antes con los misiles? Nunca lo sabremos. Lo que sí conocemos es el nombre y apellido del piloto aliado que pilotaba aquel aparato: James J. Finnegan, del 50º grupo de caza de la Novena Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos. Y tenemos estos datos porque él mismo narró aquella ‘pelea de perros’ poco después de la Segunda Guerra Mundial:
«Lo recuerdo bien porque fue la primera vez que vi estos aviones en vuelo. Se usaban desde octubre de 1944 y nos repetían que nos encontraríamos con ellos. Sin embargo, como sucedió con otra información de inteligencia que recibimos en esos tiempos, hasta entonces no se había materializado la amenaza. […] Los cazas alemanes iban por debajo del mío, y yo ni siquiera vi venir [a Galland]. Derribó un B-26 y después a otro. ¡Boom! Galland viró para hacer otra pasada. Yo me pregunté: ‘Dios, ¿qué demonios son estas cosas?’ y me preparé para atacar. Estaba cerca de los 13.000 pies, y él, entre los 9.000 y los 10.000. Me lancé en picado. Solté una ráfaga de tres segundos y pude ver los impactos en el Me-262».
Así recordó Galland aquel encuentro en sus memorias:
«Una lluvia de fuego me envolvió. Sentí un golpe en la rodilla derecha y el panel de instrumentos se hizo añicos. El motor derecho también recibió un impacto; su cubierta de metal se soltó con el viento y se desprendió en parte. Después ocurrió lo mismo con el izquierdo. Solo tenía un deseo: salir de ese ‘cajón’ . Pero luego me paralizó el terror de recibir un disparo mientras caída en paracaídas. La experiencia me había enseñado que eso era algo factible. Tras algunos ajustes, pude controlar mi maltrecho Me-262. Después de pasar una capa de nubes ví la ‘Autobahn’ debajo. Delante estaba Múnich y, a la izquierda, Riem. En unos segundos estaría sobre el aeródromo».
Para evitar más problemas, Galland apagó los dos motores mientras se dirigía al borde del aeródromo. El aterrizaje fue de película; la rueda del morro estaba desinflada por un disparo y no tenía frenos. Pero, a pesar de ello, consiguió detener el avión, salir a toda velocidad de su interior y meterse en el cráter de una bomba. Porque sí, mientras él acometía aquella peligrosa maniobra, la unidad de P-47 había empezado a descargar su furia sobre la zona. «Según calcularon Galland y sus pilotos, el combate se saldó con cinco aviones enemigos destruidos y ninguna baja alemana. Galland fue conducido a un hospital de Múnich, donde se ocuparon de su rodilla y le escayolaron la pierna», explica el autor anglosajón.