Carbonilla del Cine Bar IdealTanto el Armonía como el Ideal tenían bares anexos. Cuando las películas se daban por actos, entre uno y otro, mientras se preparaban los carretes para continuar con la función, el público acudía al bar. Héctor Garzonio recuerda el murmullo incesante de la gente, el ir y venir apresurado de los mozos para atender los pedidos y ocupar todo el tiempo sirviendo cafés, bebidas, copetines. De pronto, una llamada, un aviso, y a volver a las butacas. La función continuaba.
Pero la vida de estos bares céntricos, no empezaba ni terminaba con las funciones cinematográficas. Tenían vida propia. Billares, juegos de mesa. cartas o ajedrez, las consabidas tertulias de parroquianos y alguna que otra disputa, bebidas de por medio, que no siempre terminaba bien.
El juego era moneda corriente. El “Eco del Futalaufquen” criticaba que “…en los bares Ideal, Armonía y el Americano, se despluma a Dios y María Santísima por medio del póker y el rumi, jueguitos que giran en revuelto torbellino en esos garitos.” Y reclamaba vivamente a las autoridades que hicieran cumplir la ley.
El bar del Armonía lo atendía el catalán Antonio Guitart; Fernando Macayo recuerda el mucho movimiento que lo caracterizaba, no sólo los días de proyección. Se jugaba al truco o al mus por el café, se jugaba al ajedrez; las familias iban a tomar el vermouth. También dice que el Ideal era más popular, tanto el cine como el bar, y tenía billares. Además, había una orquesta de señoritas permanente.
Fernando recuerda un acontecimiento trágico vinculado al Bar del Armonía: la disputa con armas de fuego entre un comisario llamado Podestá y el director del “Eco del Futalaufquen”, quien mató al primero; habían estado discutiendo en el bar y el entredicho terminó trágicamente, en la esquina de 9 de julio y la 25. Todos los viejos vecinos consultados coinciden en que cierto “status” que tenían los cines y bares; todos concluyen en que el Ideal era el más popular. Ambos, este y el Armonía, traían espectáculos incluyendo piezas teatrales, pero no olvidan que la mayoría de los elencos que venían en gira, arribaban al Ideal. Edilio Salsamendi agrega: “..colmaos españoles (andaluces), orquesta de señoritas, otras orquestas, magos y prestidigitadores, gente de circo; algunos se presentaban en el bar y otros en el cine.”
Reconoce, sin pudores, que al bar de su padre le decían “público puloil”, por la presencia de muchas empleadas domésticas. No obstante, numerosas señoritas del centro pasaban por el Ideal en algunos bailes. Edilio solía hacer de vitrolero en el bar Ideal.
“Las orquestas de señoritas eran cuartetos o quintetos; ocasionalmente se sumaba algún músico del ejército; de todos modos apenas si en el palco podían subir un piano, por lo que las músicas nunca eran muchas.” Sonríe cuando arroja otro recuerdo a la mesa: Rosita Liprino, que tocaba el acordeón a piano, era esposa de un peluquero del ejército. Ella, como otras señoritas, hacía bajar un cordel y los asistentes le adosaban un mensaje con pedidos de canciones y otros “variados contenidos.” Y algunos recuerdan el enlace romántico de Antonieta, de la misma orquesta, con el pintor Antúnez.
Celestino Beatove ratifica que había una cierta distinción entre ambos locales de espectáculos: tal vez el Ideal era el más popular, dice; los jóvenes iban a bailar a éste después de pasar por el Armonía.
En las décadas del ’50 y del ’60, cada ciudad contaba con cines de barrio y por lo tanto, las carteleras de los diarios demostraban la existencia de gran cantidad de cines. Se proyectaban hasta tres películas por función. Como no existía, felizmente, el doblaje, característico de la televisión, aprendíamos a leer de corrido yendo al cine, ejercitando inconscientemente lo que en la escuela nos enseñaban con cierta paciencia. Hoy, en aquellas grandes salas viejas, donde robábamos los primeros besos en penumbra o asistíamos pudorosos a ver alguna película de Isabel Sarli, siempre y cuando nos dejaran entrar, crecen en sus ámbitos aggiornados, supermercados propiedad de orientales o templos evangélicos de dudosa ortodoxia.
Sin embargo, en Esquel, tanto para el Armonía como el Ideal no fue la modernidad electrónica, corporizada en videograbadoras y televisores, la responsable, como hoy, del desvanecimiento de la actividad de los cines en todo el país. En la provincia apareció la cadena de cines Coliseo que, poco a poco, fue ganando al público. Ya había mejores caminos, funcionaba el ferrocarril y las películas llegaban con mayor puntualidad; la cadena de salas permitía un recambio de material mucho más barato y los espacios se hicieron más amplios y cómodos. En Esquel, Méndez vendió la empresa del cine a González quien construyó años después la propia sala una cuadra más abajo. El Coliseo vivió hasta muy “entrados los años ’80”, tras décadas de estrenos singulares, festivales a beneficio y hasta actos partidarios de candidatos en plena campaña por llegar a la presidencia.
Pero queda en la memoria de los más viejos, la vivacidad de un público adicto al cine, bien ataviado, dispuesto a gozar del espectáculo de la pantalla, hacer la cola y obtener la entrada, tras la estridencia de la segunda sirena, mientras afuera el calor agobiante de algún verano seco o la nieve acumulada de esos inviernos que ya no existen, quedaban en suspenso hasta la salida.
También se murieron los bares anexos. Allí donde hubo humo, risas, apuestas con los naipes, numerosas aventuras amorosas furtivas junto a otras mucho más serias y comprometidas, y alguna trifulca que devino en tragedia, ahora hay artículos importados de extraña calidad y precio o algún otro negocio de cierta importancia. Ni mejor ni peor; simplemente épocas distintas. Pero indudablemente, la evocación de esos cines con bares sigue despertando nostalgias y no sólo al viejo vecino.
Me detuve frente a esos lugares, ambos sobre la 25 de Mayo. En las vidrieras estaba reflejada mi figura; detrás, coches modernos y gente caminando. La imagen era borrosa. Donde había tierra, ahora está el pavimento; en las veredas no hay palenques. Me hubiese gustado leer una cartelera que dijese: HOY, CINE EN CUATRO ACTOS. No sé si fue mi imaginación o simplemente lo motivaban mis deseos, pero escuchaba murmullos, veía bandejas en alto sobre las palmas de mozos apresurados. Creo que escuché una sirena y me sacudí, ingenuamente, como para decirme que era la hora de entrar.
Fragmento del libro “Esquel… del telégrafo al pavimento”, Jorge Jorge Oriola