Jennifer Davies Gibbon es técnica en Turismo y auxiliar de guardafauna en la reserva de Punta Tombo en la costa de Chubut, donde cada año llegan miles de pingüinos. Por ese mismo mar, hace 140 años llegó su tatarabuelo, el carpintero y reverendo Hugh Davies que construyó en las cercanías de Dolavon la primera iglesia, parte del circuito histórico de capillas.

Parada frente al océano por el que su tatarabuelo navegó dos meses hace 140 años para llegar a la tierra prometida, la Patagonia, en la última primavera Jennifer Davies Gibboon observó con una sonrisa dibujada en el rosto el desembarco de los pingüinos en la playa de Punta Tombo. No es que llegaron los 240 mil todos juntos a esta área natural protegida que es su casa de cada septiembre a cada abril: es de a poco que ganaron la costa para volver a sus nidos en esta maravilla de Chubut donde la tierra cede fácil cuando cavan con la potencia de sus patas bajo el cielo puro de la Patagonia agreste y los arbustos les dan sombra y protección a sus hogares. Como siempre, los machos fueron la avanzada: cada uno buscó el mismo nido del año pasado para decidir si esperaría ahí a su pareja o se procuraría otro mejor. Los juveniles excavaron en esa superficie arcillosa ideal para hacer un pozo o encontraron uno para su primera experiencia de reproducción. Las parejas que se forman son para toda la vida y machos y hembras se reparten la tarea de incubar los huevos. La misión, protegerlos de las gaviotas descuidistas y los zorros.


Como auxiliar de guardafauna, Jennifer observó todo el proceso con la misma sonrisa, aunque a veces la entristecía ver el vuelo raudo de una gaviota con el huevo que logró arrebatar en el pico. Cuando eso pasaba, prefería mirar a los pichones de pocos días, quedarse con ese maravilloso ciclo que se reiniciaba frente a sus ojos.
De 28 años, técnica en Turismo y tripulante de cabina de pasajeros, vive en Trelew (a 123 km a Punta Tombo) y en la temporada parte de su trabajo es explicar a los turistas todos los detalles de esa área protegida y estar atenta además a sus movimientos: deben permanecer siempre a dos metros de esas aves de alas cortas que no pueden volar pero sí nadar a 25 km/h y cazar pejerreyes, sardinas, calamares y anchoítas.
No hay que tocarlas, ni alimentarlas. Y si hay un cruce en las pasarelas, como lo indican los carteles, la prioridad de paso es siempre de los pingüinos que dan vida a una de las mayores colonias del continente. No todos cumplen con las reglas y a veces hay que ponerse firme para recordar que los locales son los pingüinos, el resto son visitantes que deben respetar a los anfitriones.

Cada día fue a trabajar con la misma alegría, el mismo orgullo, en esta bendita tierra a la que hace 140 años llegó en barco su tatarabuelo galés Hugh Davies, por ese mismo mar azul por el que llegan nadando los pingüinos cada primavera desde Brasil.