
Esa noche soñé que los indios nos perseguían galopando furiosamente formaban una media luna y veía sus lanzas brillando a la luz del sol. Al día siguiente al levantarnos les conté a mis compañeros y justificaron que era efecto de la responsabilidad y cansancio del viaje, traté de dejar todo en el olvido y no pensar más en el sueño.
El sábado cuatro de marzo se asomó el sol lentamente en el horizonte y yo agarré el mejor caballo, el MALACARA, con el fin de cazar algunas liebres maras que había por los recodos del río, algún avestruz o cualquier otro animal que nos proporcionara carne.
Todo este tiempo habíamos viajado carabina en mano, pero ahora pensábamos que no sería necesario y así las pusimos en el carguero menos dos revólveres y sables, de esta manera viajaríamos más descansados.
Eran dos las carabinas que habíamos puesto en el pilchero. Después de haber caminado hacia el norte dejé mis compañeros para que arrearan despacio la caballada siguiendo un viejo camino indígena, el que se alejaba de las vueltas del río. Agarré dos maras preciosas y luego de haber viajado seis millas ya venía al encuentro de mis compañeros, tranquilo y sin sospechar nada, seguimos juntos la marcha, llegando a las inmediaciones donde está la balsa (hoy puente Las Plumas).
Los cascos de nuestros caballos retumbaban en la tierra dura, una especie de laguna seca era esto, donde se juntaban las aguas de lluvia de la loma, pero en ese momento el terreno estaba seco y duro.
Yo arreaba la caballada al lado derecho, PARRY a mi izquierda, después JOHN HUGHES y último RICHARD DAVIES, formábamos un pequeño círculo para arrear catorce caballos sin pensar en nada, despreocupados, sin ni siquiera mirar atrás. Cuando de pronto sentimos un tremendo aullido y grito de guerra de los indios e inmediatamente la atropellada de los caballos. Eché una mirada hacia atrás y vi sus lanzas brillar al sol, nos cerraron en círculo: sentí el chuzaso de la susza en mi paleta izquierda y antes de que pueda reaccionar vi a PARRY caer a tierra con una lanza clavada al lado derecho y no sé si los otros compañeros estarían heridos porque hasta ese momento se mantenían sobre sus caballos.
Clavé la espuela en las costillas del MALACARA, rompí el primer círculo de lanzadores y un indio que se encontraba a retaguardia detrás del círculo tomó su lanza con las dos manos y me la arrojó; logré desviarla con mi brazo y la vi clavarse en la arena al lado de mi caballo y antes de que tuvieran una segunda ocasión mi MALACARA en dos saltos había salido de su alcance y disparaba dando tremendas brazadas a todo lo que daban sus patas hacia el noroeste y un tropel de indios me seguía.
A unos trescientos metros adelante corría un zanjón hondo por el cual bajan las aguas de lluvia desde la loma, era un lugar muy conocido por los indios y por mí, sus intenciones eran arrinconarme contra el zanjón para bolear mi caballo y ese era mi tremendo miedo.
Yo tenía en mano mi revólver listo, pero era de pésima calidad y en su tambor tenía cuatro balas que las reservé hasta último momento por si fuera capturado. Estaba bien seguro que a uno o a dos de ellos bajaría por lo menos.
Me veía acorralado. El zanjón tenía una altura aproximada de tres metros sesenta, en el fondo del mismo había arena blanda. El caballo creo que percibió mi intención, y obedeció a mi desesperada orden, saltó al fondo del barranco y cayó extendido, manos y patas abiertas De repente se levantó dando un brinco, yo me mantenía aferrado al recado del terror que sentía, sin lastimarse, sin detenerse, franqueó el nuevo obstáculo, un poco más un barranco más bajo. Resollaba, como pidiendo tiempo.
Con el salto del barranco puse varios cientos de metros de distancia con el indio, ellos habían buscado un lugar para poder bajar y lo único que oía era “que el huinca no escape”. Era consciente que mi caballo ganaba distancia, los veía a los indios como si estuviesen parados y solo yo avanzaba. Puse más de mil metros de distancia, los gritos y aullidos retumbaban en el roquerío. Aminoré la velocidad de mi caballo, un sudor blanco corría por las tablas del cogote del MALACARA, era una tarde muy calurosa.
Orienté mi caballo hacia el sur con dirección al río Chubut por encima de una loma alta y a pique que baja al río, seguí aguas abajo por unas cortaderas altas y muy tupidas; pensé en un momento esconderme allí, hasta que llegara la noche.
Pero una voz dentro de mí me decía “No” y aproveché lo mejor del día que tenía por delante. Hice correr mi caballo al río, encontré un paso, pero la barranca opuesta era tan alta que el MALACARA cayó de rodillas; desmonté, lo sostuve del cabestro y lo ayudé a salir.
La distancia que me separaban de los indios era de cuatro millas. Bajé por un cañadón que más tarde se llamó Cañadón de HARRIS (HARRIS DAVIES se extravió en el año mil ochocientos ochenta y ocho). La noche me sorprendió en este Cañadón, le di agua a mi caballo y yo también sacié mi sed; el agua era como una bendición después de correr por un desierto arenoso y rocoso.
Frené un poco el caballo, las estrellas titilaban sobre mi cabeza, torcí mi rumbo y tomé como punto de referencia una estrella que brillaba al norte, viajé toda esa noche y no sucedió nada, solamente que me asusté mucho cuando me metí en una manada de guanacos que dormían.
Cuando apareció el lucero en el norte me sentí mejor al ver que mi camino era exacto.
En esta zona de cañadones es muy difícil seguir el camino, hay rocas muy altas y murallones a pique.
Fragmento del libro “El Molinero” de Clery Evans