En 1702 Felipe de la Laguna, un jesuita que siguió los pasos de Nicolás Mascardi volvía a refundar “La Misión Nahuel Huapi”, un pequeño pueblo que con el correr de los años llegó a tener corrales, una iglesia -que fue ataca destruida por malones en tres oportunidades-, además de frutales, graneros, una biblioteca con más de trescientos libros y casas para unos doscientos Poyas y Puelches que se sumaron a este primer pueblo “neuquino” a orillas del Nahuel Huapi.
Llega el misionero Juan José Guillelmo
El Padre José Manuel Sessa, inicialmente el compañero asignado al Padre Felipe de la Laguna, contrae una enfermedad camino a la Misión y es derivado al Colegio de Castro para su recuperación. Por este motivo, el jesuita de la Laguna llegó en soledad a orillas del Nahuel Huapi y poco tiempo después es designado Juan José Guilielmo en su lugar.
Duras condiciones de vida
El mismo Guillelmo, quien sabía a la perfección cinco idiomas, se dedicó durante 12 años a enseñar a leer y escribir a los Poyas y Puelches que se acercaban hasta la Misión, ubicada en la actual Península Huemul. Sin embargo sus pasos por las actuales tierras de Villa la Angostura, eran más que habituales por sus continuos viajes hacia Osorno, que por entonces el camino se realizaba bordeando la costa norte del Nahuel Huapi, hasta llegar a su extremo, para luego cruzar la cordillera.
Sobre su vida cotidiana él mismo escribió “en el invierno se cubre toda la tierra de nieve, sobre la cual cayendo las heladas se endurece de manera, que los rayos del sol no tienen fuerza para derretirla, y de aquí es que las ovejas que se trajeron desde Chiloé con increíble trabajo, no se pudieron mantener, y no quedó una con vida”.
Recuerda que “el mantenimiento más común de sus paisanos es la carne de caballo, que prefieren en su estimación, y tiene por más sabrosa, y regalada que es la de vaca, y algunas raíces traídas de otras partes que llaman litru, de la cual, no solo usan por comida, sino que sacan de ella un licor, o brebaje, chicha, que apetecen mucho”.
“Andan casi desnudos”
Guillelmo recuerda que “los indios Puelches en medio de vivir en tal inclemencia andan casi del todo desnudos, usando una de las zamarras de piel de guanaco, que les sirve de vestido, y de cama. No tiene este gentío lugar fijo, en que vivir de asiento, porque andan de continuos vagos por todo el país durmiendo donde los coge la noche, y mudándose según los tiempos al paraje donde saben hay aquellas raíces, que dijimos, o alguna otra cosa, con que alimentarse”.
Detalla también “sus propiedades son como de gente tan bárbara, que ni tienen gobierno, ni rastro de policía, no se sabe tengan conocimiento de alguna Deidad falsa, o verdadera: pero como todo esto es grande su aversión a las cosas de la Fe, y cuesta inmenso trabajo su conversión. Es gente muy inclinada a la venganza de sus agravios, son muy fáciles en dar veneno para matar secretamente a los que aborrecen, de donde proviene el portarse entre sí, aun los más amigos son tal cautela, que ninguno probara cosa de bebida, o comida, que se dé el otro, si primero no la gusta en su preferencia el que convida”.
Apenas para poder comer
El padre Machoni, biógrafo de Guillelmo, recuerda “no tenían ni pan que comer, y el vino apenas alcanzaba para celebrar, los demás alimentos no había donde comprarlos, pues siendo así que los indios estimaban muchísimo un cuchillo sucedió ofrecerles uno por un plato de harina de cebada”.
Envenenado por el Cacique Puelche Manqueunai
Guillelmo, persuadido de que él no tendría por parte de los Puelches ningún represión, y “ansioso de agradarles, y atraerlos más con la grandeza de su confianza, que de ellos hacía, tomó la bebida que le convidó el cacique Manqueunai y sin dar lugar a que la gustasen primero, la bebió, y con ella el veneno sin sentirlo por entonces”.
El misionero regresó a la Misión y reanudó sus actividades en forma normal, sin embargo, sólo dos horas después “experimentó los malignos, y mortíferos efectos de aquella ponzoñosa bebida, sintiendo una extraordinaria relajación de su estómago, que no le dejaba retener el alimento, y sobreviniéndole tan violentos vómitos, con arcadas, y ansias tan continuas, y mortales, que lo daban tregua para descansar un punto”.
“A esto se llegaba hallarse en sumo desamparo sin tener un compañero con quien consolarse y que le administrase los Santos Sacramentos de la Iglesia, que sumamente deseaba recibir, ni remedio con que buscar algún alivio, ni menos quien le pudiese aplicar”, agrega.
La muerte del jesuita Juan José Guillemo sucedió al 19 de mayo de 1716 a los 43 años de su edad.
Fuente: Yayo Mendieta para La Angostura Digital